Respuesta:
Muchas noches, justamente a las doce,
cuando el mundo entero dormía,
surgió de mi pecho,
ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían.
Repito que lo conocía bien.
Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo
y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón.
Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido,
cuando se movió en la cama.
Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada,
pero sin conseguirlo.
Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea…
o un grillo que chirrió una sola vez”.
Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones,
pero todo era en vano.
Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva,
y envolvía a su víctima.
Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible
era la que lo movía a sentir -
aunque no podía verla ni oírla-,
a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo,
con toda paciencia,
sin oír que volviera a acostarse,
resolví abrir una pequeña,
una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -
no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado,
con qué inmenso cuidado-,
hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña,
brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.