Carlos Fuentes: El que inventó la pólvora
Nosotros, quienes arrojábamos las cosas inservibles a la basura. El hecho es que un día, la cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata Christoph, se derritió en mis manos. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las setenta y dos horas sin convertirse en gelatina. Buen cuidado tomaron los felices propietarios de objetos tan valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que saberse, era ya un hecho universal.
Cuando comenzaron a derretirse las cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de aluminio y hojalata, que usan los hospitales, los pobres, las fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar la desgracia que nos afligía. Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una nueva. Esta situación, hasta cierto punto amable, duró apenas seis meses. La invasión de esa tarde a las tiendas de ropa y muebles, a las agencias de automóvil, resulta indescriptible.
Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el problema de los desocupados. Se calcula que, en mi comunidad solamente, llegaron a circular, en valores y en efectivo, más de doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas. El abandono de las labores agrícolas se vio suplido, y armonizado, por las industrias química, mobiliaria y eléctrica. Yo, justo es confesarlo, me adapté a la situación con toda tranquilidad.
Regadas por el piso, como larvas de tinta, yacían las letras de todos los libros. Lo mismo ocurría en las aceras, en los árboles, acaso en el aire. Aquí concluía el periodo que pareció haberse regido por el signo de las veinticuatro horas. Las calles se llenaron de montañas de zapatos y papeles, de bosques de platos rotos, dentaduras postizas, abrigos desbaratados, de cáscaras de libros, edificios y pieles, de muebles y flores muertas y chicle y aparatos de televisión y baterías.
Todo lo que no era arrojado a la basura después de cumplir el término estricto de sus funciones, se vengaba así del consumidor reticente. La acumulación de basura en las calles las hacía intransitables. Ahora que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las costras del mundo. La espina dorsal de los objetos despreciados, su velo de peste.
Ahora, ahora un hongo azul con penachos de sombra me ahoga en el rumor de los cristales rotos…
No hay más muebles en el universo que dos estrellas, las olas y arena.
Explicación: